jueves, 19 de febrero de 2009

La ambigua paranoia

Dejé de creer que la exageración era un peligro del cual debía huir, el pasado lunes.
Resultó ser que las alarmas eran reales, sin importar de quiénes provinieran. Cuando ví cómo la casa de un amigo estaba enterrada por el barro, cuando me resbalaba por las calles sepultadas de tierra, cuando supe que había muerto gente, cuando me enteré que el padre de una amiga tenía su local destrozado... ya no pude continuar ciega, ni proveer una calma de falso remanso. Nada de todo esto me había tocado a mí. Mi casa estaba a salvo, mi familia también. Sin embargo, algo se había quebrado en todos, a fondo.
El miércoles pasado sonó la alarma. No la escuché, la ignoré monumentalmente. Nunca pensé que había una gravedad implícita en ese sonido. Hasta que sonó el teléfono. Y se cortó la luz. Y sonó de nuevo el teléfono. Que se venía un nuevo alud, que debíamos subir a la terraza, que a mi tía no la encontraban, que me iban a buscar para llevarme lejos de casa. Gente corriendo por las calles con lo poco que tenían, gritando y llorando por auxilio. Pánico. En todas partes. Y yo intentando descreer de todo aquello que sólo podía asemejarse a una película de catástrofes. Guardé todo lo que podía en mi mochila, esperando escuchar los chirridos de un auto que frenaba en la calle, dispuesto a alejarnos del peligro. Mi incredulidad se extinguió y entendí que el miedo debía entrar en mi cuerpo, a la fuerza, aunque yo no quisiera, o no lo creyera.
Finalmente, antes de huir, supimos que se trataba de una falsa alarma. Ahora bien, ¿cómo sacudirse el agobio que había sumegido a la ciudad en pocos minutos? ¿Qué es lo que había que creer ahora? ¿El miedo nos dejaría dormir? ¿Debía escuchar mi frialdad o las elucubraciones que ya no parecían ser tan descabelladas? ¿Nos estábamos volviendo paranoicos o nos estábamos despertando?
Ayer sonó otra alarma. En mi celular, en la mirada estupefacta de mi padre, en su voz serena que amenazaba con un futuro sombrío en ciernes, en la crispación indisimulable de mi tía por sus hijos. Ya debe haberse disparado un miedo masivo en la ciudad. El dengue. Ya hay casi 200 casos sospechados. La ciudad está aislada en dos partes, una de las cuales está sepultada bajo un hedor putrefacto que no presagia nada bueno.
Hoy saldré de mi casa, sin ninguna garantía de ser ignorada por la enfermedad. No se con qué Tartagal me voy a encontrar. Quiero creer que nada es tan grave como parece, pero ni siquiera puedo controlar y enjuiciar mis suposiciones. Ayer hice oídos sordos a las advertencias hasta que entendí que esta vez era yo la que se estaba equivocando.
La paranoia ya no es cosa de locos. Empiezo a pensar que se trata de simple racionalidad.

jueves, 5 de febrero de 2009

Claridad de una noche de verano



No quiero esperar por lo siguiente.
Me niego a las esperas. Todo es vano y silente. No hay cómo llegar a destino. Cómo quisiera saber que hay un camino por recorrer hasta llegar a una meta tan deseada. Haría todo aquello que Bono promulga haber hecho. Subiría las más altas montañas, correría a través de interminables senderos, todo por conseguir lo que quiero.
Desearía que hubiera una posibilidad de obtener lo único a lo que aspiro. Sé que debo ser perseverante para graduarme, se que debo ajustar mis auriculares para no escuchar discusiones indeseadas y así darle alivio a mi pulso. Estoy segura de poder aprender a nadar si tan sólo me relajo y de a poco supero mis miedos. Sé cuál es el recorrido que debo emprender para lograr todo esto y aún más. Algunas cosas evito hacerlas, aunque conozco la ruta que me depositará al final del camino.
Pero, siempre, habrá algo indeterminado, frustrantemente evasivo, inconmensurablemente fascinante, cuya lógica nunca podre aprehender. No puedo lograr unir los puntos de contacto que me ayuden a trazar el mapa. Y cuando creo atisbar un rastro de un sentimiento que se está formando, un ventavalse apodera de mi insuficiente vida y desparrama todas las claves que había juntado por tanto tiempo.
Y sé que hasta que no consiga esas piezas, no podré sentirme completa, tranquila y segura de estar viviendo por alguna razón. Todavía no me puedo recuperar desde el último temporal. Ya van dos años o más. Haber perdido su amor sin siquiera haberlo podido disfrutar a tiempo devora mis bases, mis intentos de ponerme en pie. Lucho por dejar atrás los recuerdos de todo lo que parecía haber encontrado su lugar, por fín. El mapa está ahí, apoyado en mi mesa, desplegando toda su hermosura. Parecía estar diseñado especialmente para mí.
Mi nombre y el de él se enlazaban con estremecedora fortaleza. Era el proyecto más vistoso que hubiera visto en mi corta edad, pero los cimientos un día empezaron a temblar. Algo que no ví, una parte esencial. El tiempo. Ya era tarde para cuando los engranajes empezaron a funcionar correctamente. Al menos los míos. Y así, en pocos días todo se desarmó.
Y yo sigo siendo aquel viejito que nunca se resignó a poner en marcha su trabajo más perfecto e imposible de realizar. Ruego al cielo por una avasallante oleada de racionalidad. Porque sigo buscando explicaciones a enigmas que nunca podrán ser resueltos. Porque quiero creer que lo que estoy buscando todavía no lo encontré.
Que vuelvan los vientos y se lleven mis inútiles herramientas, los oxidados engranajes y mis cartas nunca entregadas. Me he cansado de esperar.